Ibn Arabi, el engarzador de sabidurías (I).
Ibn Arabi, al inicio de Los engarces de las sabidurías, explica que en un sueño que tuvo en la ciudad de Damasco se le apareció el enviado de Alá, quien le encargó que transmitiera a los hombres los contenidos que recoge este libro.
Así lo hizo, dice, “con un gran cuidado de no añadir ni quitar nada a las palabras del Altísimo, a quien le pidió la gracia de sacar una inspiración trascendente y un soplo espiritual del interior de su alma para preservar todo lo que escribieran sus dedos, lo que expresara su lengua y guardara su corazón”, de modo que él fuera, como buen sufí, verdaderamente “un simple intérprete, y no alguien que decide”.
La meta del libro es muy elevada; es nada menos que la de articular y engarzar los discursos de los grandes maestros, que tienen formas aparentemente diferentes pero que convergerían a unos mismos fundamentos, el encaje de los cuales le había sido revelado a él por la divinidad.
Alá es tan grande (explica en el primer capítulo, dedicado al verbo de Adán) que no se le puede percibir en su totalidad. Es inaprensible en sí mismo. Necesitamos algún tipo de 'receptáculo' que contenga o refleje algún elemento discreto de su acción para que nuestro entendimiento pueda concebir a Dios. Necesitamos reducir el todo a alguna de sus partes para poder percibirlo, algo en lo que se manifieste. ...Y somos nosotros mismos esta parte o receptáculo, según el sufí.
A Dios no hay que confundirlo con la naturaleza, señala, porque la naturaleza, por sí sola, aunque es inmensa y creada por Él, no dispone de espíritu. Debe de haber, añadidos a la naturaleza, 'receptáculos de la insuflación o soplo del espíritu', algo que contenga espíritu o que reciba el espíritu, para poder hablar de divinidad. Somos nosotros, con nuestra alma y nuestros procesos mentales, el receptáculo de Dios. Nuestras ideas o pensamientos, que conforman nuestra mente, son los receptáculos de los ángeles o espíritus de Alá. Cada idea es una 'forma', en los términos que habla Arabi, y a la energía que genera y da vida a cada forma la llama 'ángel' o 'espíritu'. Así se puede afirmar que las formas o ideas son los contenidos que toman los espíritus o energías cuando actúan en nuestra mente. Pensar es darles una forma concreta.
Hay una manifestación de Dios en toda la creación. Él es el exterior de todo lo que es comprendido y, a la vez, es el interior que comprende (aunque se escapa a la comprensión de sí mismo) señala en el capítulo 3, dedicado al verbo de Noé.
Hombre y Dios están ligados de manera muy íntima. El conocimiento de Dios está unido al conocimiento de uno mismo. “El que se conoce a sí mismo conoce a su Señor”, que decía el profeta, recoge Arabi. O como dice el Corán, y que también recoge: “Les haremos ver nuestros signos en los horizontes (el exterior) y en sus propias almas (el interior) hasta que sea evidente para ellos que Él es Dios.”
Y señala: “Tú eres la forma de Dios y Dios es tu espíritu. La definición del hombre comprende lo que es exterior y lo interior: si el espíritu cesa de gobernar la forma, lo que queda de esta no es un hombre, aunque se diga de ella que es la forma de un hombre, sólo se la designa con el nombre de hombre de manera metafórica, no según la verdadera realidad.”
Alá es nuestra inteligencia y entendimiento; no se le puede concebir como algo separado de nuestra propia inteligencia, no hay receptáculo en el que Alá se exprese mejor que en nosotros: “porque aquel que imagina que Le ve (como algo separado del hombre) no tiene el conocimiento. El gnóstico es aquel que sabe que es a sí mismo a quien ve; esto es lo que diferencia a los hombres en ignorantes y sabios”.
“Dios no abre la visión de todos los seres que forman parte del mundo para hacerles ver la realidad tal cual es; simplemente algunos poseen la ciencia, mientras que otros son ignorantes. Dios no ha querido, no nos ha guiado a todos”, escribe en el capítulo 5, referido a Abraham.
Así lo hizo, dice, “con un gran cuidado de no añadir ni quitar nada a las palabras del Altísimo, a quien le pidió la gracia de sacar una inspiración trascendente y un soplo espiritual del interior de su alma para preservar todo lo que escribieran sus dedos, lo que expresara su lengua y guardara su corazón”, de modo que él fuera, como buen sufí, verdaderamente “un simple intérprete, y no alguien que decide”.
La meta del libro es muy elevada; es nada menos que la de articular y engarzar los discursos de los grandes maestros, que tienen formas aparentemente diferentes pero que convergerían a unos mismos fundamentos, el encaje de los cuales le había sido revelado a él por la divinidad.
Alá es tan grande (explica en el primer capítulo, dedicado al verbo de Adán) que no se le puede percibir en su totalidad. Es inaprensible en sí mismo. Necesitamos algún tipo de 'receptáculo' que contenga o refleje algún elemento discreto de su acción para que nuestro entendimiento pueda concebir a Dios. Necesitamos reducir el todo a alguna de sus partes para poder percibirlo, algo en lo que se manifieste. ...Y somos nosotros mismos esta parte o receptáculo, según el sufí.
A Dios no hay que confundirlo con la naturaleza, señala, porque la naturaleza, por sí sola, aunque es inmensa y creada por Él, no dispone de espíritu. Debe de haber, añadidos a la naturaleza, 'receptáculos de la insuflación o soplo del espíritu', algo que contenga espíritu o que reciba el espíritu, para poder hablar de divinidad. Somos nosotros, con nuestra alma y nuestros procesos mentales, el receptáculo de Dios. Nuestras ideas o pensamientos, que conforman nuestra mente, son los receptáculos de los ángeles o espíritus de Alá. Cada idea es una 'forma', en los términos que habla Arabi, y a la energía que genera y da vida a cada forma la llama 'ángel' o 'espíritu'. Así se puede afirmar que las formas o ideas son los contenidos que toman los espíritus o energías cuando actúan en nuestra mente. Pensar es darles una forma concreta.
Hay una manifestación de Dios en toda la creación. Él es el exterior de todo lo que es comprendido y, a la vez, es el interior que comprende (aunque se escapa a la comprensión de sí mismo) señala en el capítulo 3, dedicado al verbo de Noé.
Hombre y Dios están ligados de manera muy íntima. El conocimiento de Dios está unido al conocimiento de uno mismo. “El que se conoce a sí mismo conoce a su Señor”, que decía el profeta, recoge Arabi. O como dice el Corán, y que también recoge: “Les haremos ver nuestros signos en los horizontes (el exterior) y en sus propias almas (el interior) hasta que sea evidente para ellos que Él es Dios.”
Y señala: “Tú eres la forma de Dios y Dios es tu espíritu. La definición del hombre comprende lo que es exterior y lo interior: si el espíritu cesa de gobernar la forma, lo que queda de esta no es un hombre, aunque se diga de ella que es la forma de un hombre, sólo se la designa con el nombre de hombre de manera metafórica, no según la verdadera realidad.”
Alá es nuestra inteligencia y entendimiento; no se le puede concebir como algo separado de nuestra propia inteligencia, no hay receptáculo en el que Alá se exprese mejor que en nosotros: “porque aquel que imagina que Le ve (como algo separado del hombre) no tiene el conocimiento. El gnóstico es aquel que sabe que es a sí mismo a quien ve; esto es lo que diferencia a los hombres en ignorantes y sabios”.
“Dios no abre la visión de todos los seres que forman parte del mundo para hacerles ver la realidad tal cual es; simplemente algunos poseen la ciencia, mientras que otros son ignorantes. Dios no ha querido, no nos ha guiado a todos”, escribe en el capítulo 5, referido a Abraham.
La comprensión de Dios es un conocimiento muy difícil de alcanzar, porque “la ciencia no tiene un efecto sobre su objeto, que eres tú y tus estados pasajeros. Por el contrario, es su objeto (tú y tus estados pasajeros) que tiene un efecto sobre ella y quien le comunica lo que le pertenece. Es el pensamiento (lo) que conduce a la ciencia (no al revés). El discurso divino tiene en cuenta la comprensión de aquellos a los que se dirige, se adapta a su razón y se expresa en ella.”
La ciencia y la divinidad son, ambas, el conocimiento humano y se expresan en la comprensión e inteligencia de cada persona. Nada se puede captar más allá del discurso de la razón de cada cual. Una naturaleza así, que unifica nuestro mundo interior con el mundo exterior, se escapa a nuestro propio entendimiento. “Nuestro intelecto no puede comprender todo esto por la vía de la especulación racional. Una comprensión de este tipo no se produce más que por medio de una intuición divina que permita conocer el origen de las formas del universo, que son los receptáculos de los espíritus que las rigen." Y pocos son los que llegan a experimentar tal intuición.
No obstante, no hay ninguna persona que no tenga una dimensión espiritual, y que no sea objeto de la ciencia divina, dice el Corán. Todo el mundo tiene una realidad propia, su propia razón movida por Dios. “Por tu existencia personal ya manifiestas una realidad propia. Incluso si se mantiene que tu realidad pertenece a Dios y no a ti, es también a ti a quien pertenece la realidad divina. El ser dotado de realidad actual eres tú. A pesar de que la realidad sea operada por Dios, le devuelve a Él cuando actúa sobre ti. Sólo tú mereces la alabanza, sólo tú mereces la censura. Eres tú quien constituye su alimento y es Él quien constituye tu alimento: tu propia determinación lo determina. Sólo que eres tú quien está sometido a la ley, y es Él quien te ha sometido.”
La ciencia y la divinidad son, ambas, el conocimiento humano y se expresan en la comprensión e inteligencia de cada persona. Nada se puede captar más allá del discurso de la razón de cada cual. Una naturaleza así, que unifica nuestro mundo interior con el mundo exterior, se escapa a nuestro propio entendimiento. “Nuestro intelecto no puede comprender todo esto por la vía de la especulación racional. Una comprensión de este tipo no se produce más que por medio de una intuición divina que permita conocer el origen de las formas del universo, que son los receptáculos de los espíritus que las rigen." Y pocos son los que llegan a experimentar tal intuición.
No obstante, no hay ninguna persona que no tenga una dimensión espiritual, y que no sea objeto de la ciencia divina, dice el Corán. Todo el mundo tiene una realidad propia, su propia razón movida por Dios. “Por tu existencia personal ya manifiestas una realidad propia. Incluso si se mantiene que tu realidad pertenece a Dios y no a ti, es también a ti a quien pertenece la realidad divina. El ser dotado de realidad actual eres tú. A pesar de que la realidad sea operada por Dios, le devuelve a Él cuando actúa sobre ti. Sólo tú mereces la alabanza, sólo tú mereces la censura. Eres tú quien constituye su alimento y es Él quien constituye tu alimento: tu propia determinación lo determina. Sólo que eres tú quien está sometido a la ley, y es Él quien te ha sometido.”
Dice Arabi en el capítulo noveno, referido al verbo de José, que nuestro mundo es 'el mundo de lo imaginable', esto es, que nuestro mundo es mental. No tenemos acceso, dice, al mundo estrictamente real, de la naturaleza en sí, que es inerte y carente de alma, extraño a nuestro entendimiento y a nuestra vida. Para que exista el mundo para nosotros nuestra mente lo tiene que percibir. De modo que lo divino es nuestra mente, no el mundo 'objetivo'. Ella es el receptáculo que recibe la 'manifestación divina permanente'. Es nuestra inteligencia la que ordena la naturaleza y la que manifiesta, en esta acción de ordenar, la divinidad. Es ella la que crea el 'logos'.
Nuestra mente tiene ángeles, o recibe ángeles (o espíritus) escribe Arabi. Los 'ángeles' son las partes constituyentes y facultades del Universo, a la vez que son las facultades espirituales y mentales del hombre, ordenadas según una cierta jerarquía que va desde la percepción de la verdad más cercana a Dios (el intelecto puro) hasta la realidad sensorial más simple. Nuestro intelecto en sí es divino en cuanto nos es transmitido por los soplos de Dios, pero Dios también actúa sobre nuestros sentidos y se contamina con ellos.
No obstante, vivimos en un mundo básicamente mental. Recoge Arabi lo que el enviado de Dios dijo a Aisha: “En verdad, los hombres duermen, y cuando mueren, despiertan”. Vivimos en la imaginación y el sueño... Vivimos en el mundo de lo imaginable. Esto es, imaginamos posibilidades sobre como puede ser el mundo, las cuales creemos que son reales, ¡pero no son la realidad, cuidado! Son solo pensamientos. El mundo de lo físico no es nuestro mundo, es un mundo aparte del que solo tomamos impresiones.
De modo que nuestras vivencias y experiencias, al ser puras elaboraciones mentales, requieren una interpretación inteligente por nuestra parte para no perdernos en las fantasías de nuestra vida personal, que pueden estar muy alejadas del discurso de la inteligencia. Hay que aceptar, ante todo, según Arabi, que “no se conoce del mundo más que lo que se conoce de las sombras, y se ignora de Dios lo que se ignora de la Personalidad divina que produce esta sombra en el origen de todas las demás. En tanto que el mundo es una sombra que pertenece a Dios, es conocido; pero en tanto que se ignora lo que la sombra contiene de la 'forma' (idea) verdadera de la persona que la produce, se ignora a Dios. Es por eso que decimos que conocemos a Dios bajo un aspecto y la ignoramos bajo otro.”
“El mundo es ilusorio porque está desprovisto en sí mismo de una realidad verdadera. Vivimos en un mundo de imaginación, porque nos imaginamos que el mundo es una realidad sobreañadida, autónoma y exterior a Dios (a nuestro intelecto), cuando no es así. No vemos que la sombra, en el dominio sensible, se mantiene unida a la persona que la produce, y es imposible separarla de ella, porque es imposible separar algo de sí mismo”.
Y resuelve: “Aprende a reconocer tu ser, quién eres tú. Lo que es tu verdadero Yo, cuál es tu afinidad con Dios, por qué eres Dios y por qué eres mundo.”
Ibn Arabi: Los engarces de las sabidurías. Traducción, edición y notas de Andrés Guijarro. Edaf. Madrid. 2009.
Nuestra mente tiene ángeles, o recibe ángeles (o espíritus) escribe Arabi. Los 'ángeles' son las partes constituyentes y facultades del Universo, a la vez que son las facultades espirituales y mentales del hombre, ordenadas según una cierta jerarquía que va desde la percepción de la verdad más cercana a Dios (el intelecto puro) hasta la realidad sensorial más simple. Nuestro intelecto en sí es divino en cuanto nos es transmitido por los soplos de Dios, pero Dios también actúa sobre nuestros sentidos y se contamina con ellos.
No obstante, vivimos en un mundo básicamente mental. Recoge Arabi lo que el enviado de Dios dijo a Aisha: “En verdad, los hombres duermen, y cuando mueren, despiertan”. Vivimos en la imaginación y el sueño... Vivimos en el mundo de lo imaginable. Esto es, imaginamos posibilidades sobre como puede ser el mundo, las cuales creemos que son reales, ¡pero no son la realidad, cuidado! Son solo pensamientos. El mundo de lo físico no es nuestro mundo, es un mundo aparte del que solo tomamos impresiones.
De modo que nuestras vivencias y experiencias, al ser puras elaboraciones mentales, requieren una interpretación inteligente por nuestra parte para no perdernos en las fantasías de nuestra vida personal, que pueden estar muy alejadas del discurso de la inteligencia. Hay que aceptar, ante todo, según Arabi, que “no se conoce del mundo más que lo que se conoce de las sombras, y se ignora de Dios lo que se ignora de la Personalidad divina que produce esta sombra en el origen de todas las demás. En tanto que el mundo es una sombra que pertenece a Dios, es conocido; pero en tanto que se ignora lo que la sombra contiene de la 'forma' (idea) verdadera de la persona que la produce, se ignora a Dios. Es por eso que decimos que conocemos a Dios bajo un aspecto y la ignoramos bajo otro.”
“El mundo es ilusorio porque está desprovisto en sí mismo de una realidad verdadera. Vivimos en un mundo de imaginación, porque nos imaginamos que el mundo es una realidad sobreañadida, autónoma y exterior a Dios (a nuestro intelecto), cuando no es así. No vemos que la sombra, en el dominio sensible, se mantiene unida a la persona que la produce, y es imposible separarla de ella, porque es imposible separar algo de sí mismo”.
Y resuelve: “Aprende a reconocer tu ser, quién eres tú. Lo que es tu verdadero Yo, cuál es tu afinidad con Dios, por qué eres Dios y por qué eres mundo.”
Ibn Arabi: Los engarces de las sabidurías. Traducción, edición y notas de Andrés Guijarro. Edaf. Madrid. 2009.
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